Las generaciones cambian,
el mundo evoluciona, el ser humano se vuelve más comprensible, las mujeres ya
se han incorporado al ámbito laboral y los hombres ya se pueden quedar en casar
a realizar las tareas del hogar. Todo eso es lo que le habían dicho a Manuela
en sus círculos más cercanos, la ‘generación Y’ tendría más oportunidades y el
género femenino se vería más libre. Todo fueron promesas fallidas que jamás se
vieron realizadas.
Estamos en el año 2017, Manuela
había estudiado cuando era joven, pero se casó temprano con un hombre adinerado.
Ella se quedó embarazada y desde ese momento su vida se resumió en cuidar de su
hija Eyre y atender la casa, la misma vida que su madre había llevado y que le
habían prometido que su generación nunca tendría que pasar. El inconformismo
ante la realidad que le tocó vivir ocasionó que la educación de Eyre se basara en
la libertad y la igualdad. Manuela quería que su hija tomara las riendas de su
vida, estudiara, viajara, trabajara y se sintiera dueña de su vida. Cuando Eyre
tenía ocho años tuvo un hermano, Manuel. A pesar de los ocho años que los
distanciaban, la educación que había recibido era exactamente la misma, igualitaria.
Los hombres no hacían menos que las mujeres en casa.
Ambos hijos pudieron
disfrutar de su vida tal y como ellos habían decidido vivirla. Eyre estudió
dirección de empresas como su padre y Manuel decidió plasmar sus vivencias en
libros. La libertad que les había inculcado su madre desde bien pequeños les
había convertido en seres iguales, pero a la vez totalmente diferentes.
Los hijos le enseñaron a Manuela que ahora era su momento, tenía que ser libre. Manuela se incorporó al mundo laboral con 50 años, viajó, se apuntó a clases de baile y, un día sentada en el sofá de su casa, leyendo la última novela de su hijo menor, se dio cuenta de que la igualdad había entrado en su vida desde el momento en el que tuvo un nombre propio: Eyre.
Los hijos le enseñaron a Manuela que ahora era su momento, tenía que ser libre. Manuela se incorporó al mundo laboral con 50 años, viajó, se apuntó a clases de baile y, un día sentada en el sofá de su casa, leyendo la última novela de su hijo menor, se dio cuenta de que la igualdad había entrado en su vida desde el momento en el que tuvo un nombre propio: Eyre.
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